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La minería mexicana y sus alcances legislativos

México posee un alto potencial geológico-minero por la riqueza, calidad y extensión de los yacimientos que se encuentran en el país, los cuales cubren aproximadamente 136 millones de hectáreas, lo

hace 7 años

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México posee un alto potencial geológico-minero por la riqueza, calidad y extensión de los yacimientos que se encuentran en el país, los cuales cubren aproximadamente 136 millones de hectáreas, lo que es equivalente a 70 por ciento del territorio nacional. Adicionalmente, la dotación de vetas de plata, oro, cobre y otros metales han sido fundamentales para mantener al país entre los primeros 10 productores mundiales de algunos de estos recursos (Secretaría de Economía, 2016).

Estas características han brindado a la nación ventajas sobre otras en la región de América Latina para atraer un mayor nivel de inversión en el desarrollo de proyectos extractivos mineros; no obstante, las condiciones de fomento a la inversión productiva dependen tanto de los factores mencionados, como de la normatividad que rige las operaciones de explotación.

La legislación minera nacional ha tenido una larga historia que comienza desde la época colonial; esto es relevante debido a que las ordenanzas de la corona y los códigos mineros sentaron las bases para el desarrollo de un sector que ha estado orientado al comercio exterior y no al mejoramiento de la industria local (Azamar, 2017).

La Ley Minera de 1992 es un elemento fundamental para el sector dada la visión neoliberal que se impuso en el país desde finales de la década de los ochenta del siglo pasado y la transición hacia un proceso de mayor apertura a los mercados extranjeros.

Esta reglamentación define a la minería en diferentes dimensiones: las actividades de exploración, explotación y beneficio —cada una de las cuales tiene sus respectivas clasificaciones dependiendo en la etapa del proyecto— de todos los elementos minerales (vetas, yacimientos, etcétera) que se encuentren el interior del territorio, limitándose en cuanto a ciertos elementos que son de interés estratégico: hidrocarburos y elementos radioactivos, entre algunos otros. Esto último es una herencia de las diferentes iteraciones legislativas sobre esta industria.

La Ley Minera busca mejorar las condiciones y la confianza de los inversores extranjeros, pues intenta minimizar los riesgos, obstáculos o cualquier otro elemento que afecte la competitividad de las empresas transnacionales y translatinas.

Debido a que algunos elementos de esta ley afectaban derechos fundamentales de la población mexicana se modificó la Constitución en 1992, con la intención de que dichos efectos negativos no tuvieran contradicciones con la normatividad nacional.

En primer lugar se dispuso que los territorios entregados a indígenas y campesinos durante el reparto agrario —protegidos por ley para su apropiación— pudieran ser comercializados, lo que facilitaba la coacción; se incrementó la vigencia de las concesiones territoriales hasta 50 años, pudiendo ser prorrogables hasta 50 años más; se reconoció la minería como una actividad de utilidad pública, lo que permitía al Estado expropiar territorios donde se determinara que existen minerales; se declaró que la explotación de estos recursos era preferencial sobre cualquier otra, aunque se pusiera en riesgo la seguridad social, ambiental y alimentaria de la población. Todos estos cambios y algunos otros más fueron condensados en las reformas constitucionales de 1992, así como en la Ley Minera (Azamar, 2017).

Dichas modificaciones conducirían a la reforma de la Ley de Inversión Extranjera en 1993, lo que facilitó la creación de sociedades comerciales fundadas principalmente por capital extranjero —sólo se requiere que uno de los propietarios sea mexicano—, las cuales pueden aprovechar recursos que antes estaban destinados únicamente a los habitantes nacionales.

La suma de estos tres aspectos —Ley Minera, reforma Constitucional y reforma a la Ley de inversión extranjera— constituyeron las bases para los acuerdos en materia de explotación ambiental dentro del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) firmado con ­Estados Unidos de América y Canadá, en el año de 1994.

De acuerdo con los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), la aportación de la minería apenas representaba 0.7 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) en 1993, pero después de la firma de este tratado se alcanzaron cifras entre 4 por ciento y 7 por ciento del PIB.

Aunque esto podría parecer una cuestión positiva para la economía, lo cierto es que la Ley ha funcionado en torno a proveer certeza a los empresarios, pero carece de contenido con enfoque social o de protección ambiental. Por ejemplo, en 1999 se impusieron nuevas reglamentaciones complementarias para la actividad minera, entre las que destaca el principio de Positiva Ficta, el cual es un elemento que permite a las compañías mineras empezar a operar, aunque no haya existido una autorización expresa por parte del Estado, pues si el tiempo límite (21 días) se termina, se considera que el trámite queda aprobado de forma automática. Aunque las valoraciones ambientales y económicas no hayan concluido —a pesar de que no se le solicita a la empresa un estudio de condiciones sociales para emprender un proyecto minero—.

En el año 2005 se reformó nuevamente la Ley Minera para permitir que los empresarios puedan obtener el derecho a explorar y explotar la tierra con el mismo permiso (antes de ese año se exigían dos licencias distintas para cada proceso).

En cuanto al ingreso que recauda el Estado, basta señalar que los impuestos por esta actividad fueron menores a 0.1 por ciento a nivel nacional en 2016. En la Ley Minera no se cuenta con mecanismos de revisión y evaluación.

Lo anterior sucede a pesar de que en 2014 se crearon nuevas obligaciones fiscales para los empresarios, entre las que destacan los cobros por el beneficio en el oro, plata y platino; por las deducciones fiscales y por el abandono de tierras para la especulación de los recursos.

Se ha legislado en favor de un lobby industrial a pesar de los evidentes riesgos para la población y el medio ambiente; además, aunque se ha demostrado que existen evasiones fiscales, la recaudación no concuerda con el valor de la producción, el cual se encuentra en promedio por encima de los 500 mil millones de pesos (Fundar, 2016).

Profesora e investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).

Editorial

Publicado hace 7 años

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