Pobreza y violencia
Por: Moisés Gómez Reyna
“…Hay que atacar de fondo la problemática que genera la inseguridad y la delincuencia…” es la manifestación gubernamental que interpreta la estrategia de seguridad pública, estableciendo como un silogismo que una mayor pobreza genera delincuencia y violencia.
Esta expresión se ha percibido por algunos sociólogos como acertada en algunos segmentos y circunstancias, pero no en la generalidad de los casos, ya que la mayoría responde a causales múltiples y alterables por la condición y circunstancia de cada persona.
Suponiendo sin conceder, que la premisa de atacar la pobreza para reducir la delincuencia y la violencia sea válida, los resultados de ambos segmentos con base en los indicadores nos obligan a una urgente reflexión.
El crecimiento de la inseguridad es sin duda, uno de los problemas más preocupantes que enfrenta nuestro país en las últimas décadas. Hemos señalado que además de robar a los ciudadanos paz y tranquilidad, la creciente delincuencia genera fuertes pérdidas económicas a las víctimas.
Hace unas semanas revisamos el reporte del Coneval sobre la situación que observó la pobreza y la pobreza extrema entre los años 2018 y 2020.
En el caso de la primera, es decir, la población en situación de pobreza aumentó a nivel nacional en 3.8 millones de personas en los últimos dos años.
Mientras a nivel nacional, la población en condición de pobreza extrema se elevó en 24.1%, lo cual representa un incremento cerca de 2.1 millones de personas en el mismo periodo de referencia.
Debemos señalar que los indicadores referidos, observan en un análisis más profundo en las entidades de la república, una serie de circunstancias y fenómenos con impactos y distorsiones diferenciadas, debido a los efectos de la pandemia y al incremento de las remesas.
Sin embargo, estos resultados nos muestran en materia de combate a la pobreza y generación de mecanismos para mejorar la distribución del ingreso, una clara insuficiencia y una marcada tendencia en los últimos 25 años.
Es decir, anualmente se ha venido incrementando el presupuesto y la variedad de programas para atender estos rubros, pero el incremento de la inversión no muestra una proporcionalidad en la reducción de la pobreza, y este comportamiento observa la misma tendencia en estos últimos años.
En 2008, el gasto en desarrollo social del Gobierno federal ascendió a 10.1% del Producto Interno Bruto (PIB), para 2014 ascendía a 11.9% y en 2020 alcanzó el 12.4%.
No obstante, en 2008 había 49.5 millones de mexicanos en situación de pobreza, mientras que al 2020 la cifra ascendió a 55.7 millones, lo que es un incremento de 6.2 millones de personas en 12 años.
Esto nos dice que las fórmulas de reducción de pobreza no solo no están funcionando, sino que vemos un incremento acentuado de la misma en el país.
En algunas regiones del país hay incentivos que han servido para evitar que el alza sea más pronunciada, como es el caso de las remesas, que no son una medida de política pública dirigida, sino un efecto provocado por la salida de connacionales de nuestro país.
El aumento del salario mínimo y la periódica contribución de recursos a favor de los adultos mayores, son acciones adecuadas que contribuyen a generar una plataforma de despegue, pero no hay elementos articuladores de inversión que contribuyan a la generación del ingreso, con su consecuente y saludable distribución equitativa.
En esta lógica se pudiera entender que la premisa de atacar la problemática que genera la inseguridad no está funcionando, y que en el corto plazo, no dará resultados.
Esto se refleja en los datos sobre el aumento de violencia y la delincuencia, generados por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), en los cuales se observan incrementos notables en los asesinatos, las extorsiones y los robos durante la última década.
Por ejemplo, en el año 2008 en México se cometían un total de 13 mil 155 homicidios dolosos, mientras que en el 2018 la cifra ascendió a 33 mil 739 y para 2020 las víctimas de este delito sumaron un total 34 mil 557. En los últimos 12 años, los asesinatos en el país prácticamente se triplicaron.
En el caso del delito de extorsión, en el 2008 se registraron 4 mil 869 casos a nivel nacional, luego para 2010 fueron 6 mil 721 y en 2020 se registraron 8 mil 380 denuncias. En el caso de este delito, las denuncias han aumentado en un 72% en 12 años.
Finalmente, en lo que se refiere a robos, en el año 2008 se registraron 657 mil carpetas de investigación por este delito, mientras que para 2015 descendió a 652 mil y para 2019 la incidencia de este delito se situó en 766 mil casos denunciados. Si bien en 2020 hubo un descenso, esto fue atípico y se debió principalmente al confinamiento obligado por la pandemia.
Ante estos resultados en materia de pobreza y seguridad, es muy recomendable la lectura del lúcido ensayo de Joaquín Villalobos aparecido en el más reciente número de la revista Nexos.
Advierte lo que ocurre cuando un país empieza por no combatir al crimen, y luego a combatirlo mal, para quedar finalmente a su merced. Y combatirlo mal no solo significa no invertir en inteligencia, prevención, segmentación, profesionalización y equipamiento, sino también no hacerlo oportunamente.
Ese modelo, dice Villalobos, lleva a una extraña, cómplice y aberrante convivencia de soberanías: la soberanía del Estado y la soberanía criminal.
Habrá que replantear la lucha contra la pobreza, la inclusión productiva y la generación de empleo, pero la agenda urgente y de respuesta inmediata lo representa la reducción de los índices de violencia y el combate frontal a la delincuencia.
@gomezreyna